Retorno sin fuga
Sí, dejé de escribir. Dejé de
escribir hace mucho tiempo. A mis veinticinco años, dejar de escribir durante
más de uno es mucho tiempo, y yo llevo probablemente también más de dos y de
tres sin escribir.
Y no dejé de escribir para leer
más. Reconozco que en mi vida los libros han estado, durante estos años,
marginados a momentos casi semejantes a la furtividad del onanismo de la
adolescencia. Dicen que los buenos escritores escriben incluso cuando no
escriben, pero yo no encuentro razones para avalar dicha teoría, por lo que,
entiendo, no tengo pinta de ir a ser una de ellos.
¿Por qué dejé de escribir? Lo
desconozco. Quizá, si hago un esfuerzo por ofrecer lógica a algo que se fue tan
ilógicamente como vino, pueda argumentar que perdí a mi interlocutor, por
llamarlo de algún modo, que no era yo, o tal vez sí, pero no me daba cuenta. Si
escribía para mí misma, entonces no hubiera tenido problema en continuar
haciéndolo en la más absoluta intimidad, como he leído libros últimamente, como
el placer onanista de la adolescencia. Pero no ha sido así.
Creo que el verbo “dejar” no se
ajusta del todo a lo que me ocurrió. “Cesar”, “parar”, son términos que
resultan más idóneos. Porque no “dejé” la escritura tras una discusión –no eres
tú, soy yo- o después de encontrarme a mí misma lejos de ella. No la “dejé” por
otra, por la pintura, la bebida, las mujeres. Simplemente, “cesó” en mí la
escritura más que cesarla yo a ella. Salió de mí, ya no a través de mis ojos o
mis manos, mientras le daba forma en un papel o una pantalla; entonces, salió
de mí a escondidas, sin que yo la viera. Finalmente puede que sí sea correcto
utilizar el verbo “dejar”, el error es pensar que “yo” es el sujeto. Ella me
dejó a mí y no al contrario.
Durante estos años, estoy
convencida, se acordó de nuestra relación en momentos muy concretos. Venía a
mis pensamientos (o yo a los suyos) y algo en mi interior me lanzaba a
propiciar ese estado de ánimo previo a iniciar un proceso “escritorial” o “escriptivo”;
pero su recuerdo hacia mí era tan breve que, en cuanto me aproximaba a ese
momento, punto sin retorno, en el cual se plasma la primera palabra –comienzo de
un auschreiben más que de un schreiben sin más-, ella dejaba de
recordarme y yo dejaba de querer escribir. Así, repetida pero no frecuentemente
a lo largo de estos años, las ganas iban y venían sin ningún resultado palpable.
Esa supuesta pérdida de
interlocutor vino a dejarme sin alguien que recibiera mis necesidades,
necesidades estas de la psique y no literarias, estas últimas fueron
medianamente saciadas con libros y horas de automatismo filológico. Y esta es
quizá otra de las razones de la pérdida de la escritura por mi parte; puede
parecer infantil, un desentendimiento de las responsabilidades propias, pero la
experiencia universitaria que me tocó transitar fue, sin lugar a dudas,
perjudicial para la relación entre la escritura y yo. La literatura se
convirtió en procesos administrativos, trámites cuatrimestrales de comprobación
de logros, pero sobre todo, decepciones constantes ante los (supuestamente)
poseedores del conocimiento.
El hastío, la inapetencia, en
definitiva, la mediocridad, es probablemente, el vicio más fácilmente
transferible de unos seres a otros. Y yo no era ni mejor ni peor que cualquier
otro ser, por lo que el hastío, la inapetencia, en definitiva, la mediocridad
de mis maestros fue directamente a parar a lo más profundo de mi genio creador.
De nuevo, otro error: considerar que aquellos eran, ni por asomo, mis maestros.
El tiempo, para mí prolongado,
que ha pasado desde que la escritura rompiera conmigo hasta ahora, ha asfaltado
encima de aquellos adoquines despegados del suelo que fueron mis años de
estudio universitario (ojalá alguien me hubiera apercibido y yo hubiera
aprovechado esos años para otras cosas, pero, en fin, lo hecho hecho está) con
una película impermeable de non plus
ultra, o mejor, para este caso, non
plus infra. De aquí hacia arriba ha de ser todo. De aquí, hacia delante.