Víctimas y verdugos

o Cambio de temporada

Llámese como mejor le convenga al lector, dependiendo de su estado anímico, su momento vital o de si hoy domingo por la mañana le acompaña una buena resaca o, por el contrario, ha amanecido hace ya unas horas fresco como una rosa.
Y, si bien ambos títulos no comparten absolutamente nada a nivel semántico, resulta que llegan de la mano conclusiones que afectan a uno y otro por igual. 

Hay un cambio de temporada, eso es evidente, y no porque hayamos entrado en un nuevo año, que también, ni siquiera porque haya comenzado, finalmente, la época de frío, que también. Hay un cambio de temporada que sobreviene obligadamente a un cambio, primero repentino, después gradual, en las circunstancias vitales. Y estos cambios, a su vez, han resultado en esas conclusiones que no por injustas vayan a ser sorprendentes.

No me sorprende, a estas alturas, que víctimas y verdugos sean unos u otros según el palco desde el que se mire. Lo que sí me sorprende es encontrarme adoptando en ocasiones breves, pero ocasiones al fin y al cabo, el papel que no me corresponde. Por supuesto que en las relaciones humanas, mejor dicho, cuando las relaciones humanas se trastocan, víctimas somos todos, de algún modo. Sin embargo, lo que hay que discernir es de quién somos víctimas: ¿de otras personas o de nosotros mismos? O quizá, de nosotros mismos siempre, y además, a veces, también de otras personas.

Yo me encuentro en esa tesitura de, momentáneamente, pedirle perdón al verdugo, no a ese que tengo dentro, o que tenía, y con quien hice las paces hace ya tiempo, aunque pueda ser quien me presiona a pensarme verdugo a mí misma. Como digo, pedirle perdón a ese verdugo externo, que no sé muy bien por qué debe disculparme. Desconozco qué argumentos esgrime mi cabeza para generar culpa en momentos que, tras meses, quizá años, puedo decir que son de franca felicidad. ¿Por qué he de sentirme culpable por retomar "una vida que huía de nosotros"? 
Sé que permanece un poso de irresolución, un poso de falta de verdadero final, un suspense que a mi cabeza de guionista de cine comercial parece no venirle nunca bien, parece no resultarle suficiente. En mi más profundo consciente, aún quiero terminar lo terminado, aún quiero resolverlo como lo imaginé; aún, y eso será así siempre, quiero finales redondos.

Un final que no me es concedido, que imagino no se me concederá y que otros no quieren escribir conmigo. Y esto tampoco me sorprende, ¿por qué querría escribir un buen final quien nunca escribió conmigo la trama que lo precedió?

La víctima y el verdugo, en la vida real, pueden ser y son una y la misma persona; y debo sentarme a mí misma en una silla interrogante para resolver con ese verdugo, esa parte que aún mantiene la trama abierta, el final de temporada. Un final que me permita cambiar a esa nueva que me aporta momentos que dejé de esperar hace meses, quizá años.

La felicidad, en mi caso, pasa por perdonar a quien no es capaz de pedir perdón, a quien no reconoce su culpa, a quien no sabe de finales redondos, a quien no sabe de finales y todo le persigue. Mi felicidad, por tanto, pasa por construir lo que nadie más puede. Y sí, te perdono, aunque no sepas ni quieras saber por qué.

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