Ventanas sueltas

Tengo una ventana suelta en mi casa. Sí, tal como lo digo, la ventana está flotando sobre la pared, agarrada apenas por el marco superior y en volandas. El viento frío de este invierno inglés se cuela de abajo a arriba y de fuera a dentro en mi estudio.

Mi ventana en volandas, como digo, me resulta una metáfora perfecta de la vida, de la vida de algunos claro. Una ventana en volandas que sí, que queda muy bonita según se mira, pero cuando se vive, deja correr mucho aire entre tu hogar y el adverso tiempo exterior. Una ventana que cierra, pero siempre con fugas. Una ventana que, en sí, no tiene nada de extraordinario y se aferra a su único enlace con lo tangible; pero es tan frágil su unión, que un buen empujón se llevaría la ventana y un trozo de pared sin mucha dificultad.

No me gusta tener ventanas sueltas en mi casa. No me gusta tener ventanas sueltas en mi vida. Pero en uno y otro caso, ocurre que a veces el albañil que hizo el trabajo se desentiende y tienes que pagar un precio por arreglar ventanas sueltas que tú no has construido. Porque, para eso, mejor hubiera sido sellar la pared a cal y canto. Menos luz, sí, pero más calma.

O mejor aún, vivir la luz desde el exterior. Que me dejen construirme la casa, y ya pondré yo las ventanas donde me apetezca. A diferencia de algunos otros, yo sé que la casa hay que empezarla siempre por los cimientos. A diferencia de otros, mis ventanas no estarían en volandas. Pero nadie sabrá nunca distinguirlo, muy poca gente al menos. Porque, como todos sabemos, lo que bien pinta, bien está.

Y viendo casa ajena desde lejos, todo son lujos y galas. Y la prudencia no me permite soplar para que el viento derrumbe ventanas, puertas y cimientos, para que todos vean en paños menores a quien habita esa mansión de mentiras, palabras y falsa humildad.

Pero ándese con ojo, señor, que cualquier día me planto en la acera y el chiringuito se le va al garete.


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