Tres, son tres...


Esta puerta que abrimos, inocentes e inacabados, como siempre estaremos, sin saber muy bien por qué o con qué propósito. Una puerta que, sin embargo, nunca llegamos a cruzar.

No entonces, al menos, pero tanto tiempo sopesando si agarrar el pomo, delante de la puerta, volviendo a veces, cada vez menos inocentes, nos hizo familiares a esta puerta, robusta, pero traslúcida.

Desde ese pasillo siempre hubo una vista clara de lo que encontraríamos al otro lado. Pero alguien sostenía la puerta entreabierta e incluso, a veces, nos daba con ella en las narices. Anfitrión rebelde de una sala honesta, quién lo diría.

Qué fácil fue, sin embargo, abrirla de par en par, dejar entrar un aire viciado por el miedo, por la ira y el despecho y descubrir que aquí nada se rompe, nada se oculta, ni hay espacio para la sombra. Descubrir que eras la luz y la calma, los brazos abiertos y llenos de estrellas, de energía constante que absorbe el dolor.

Y aprendí a separar lo que me hiere de lo que me hiero; aprendí que la lucha solo debe emprenderse si es contra uno mismo. Aprendí que tengo mucho que decir y que hay alguien que quiere escucharlo. Encontré el lugar donde volver cuando el mundo sostiene su puño de apatía o su violento aliento de incomprensión.

Aquí dentro no hay censura al pensamiento y la risa se multiplica por sí misma, porque sí. ¿Qué hay mejor que una risa sin causa? ¿Qué hay mejor que esa locura?

Y procedente de un camino tan distinto, pero igualmente honesto, cuyas peores heridas han sido abiertas una vez dentro; que nunca ha pensado en marcharse, a pesar de todo, a pesar de mí a veces... Justo en el centro y a la vez ocupándolo todo, aquí, ahora mismo, estás tú.


Otras entradas