Interruptores

Hace unos meses, en otra vida en realidad, tuve que cambiar un interruptor porque, por hache o por be, el anterior había acabado roto (la verdad es que no me gustaba nada aquel modelo). Se trataba de un interruptor que, meses después, descubriría que no volvería a pulsar jamás. 
Este interruptor, sin embargo, es otra de esas muchas cosas que han terminado siendo un aprendizaje, como no podía ser de otra forma, y por eso tuve que ser yo quien cambiara el interruptor (bien es cierto que nadie más lo haría si no, para qué engañarnos a estas alturas).

Para que nos entendamos, ocurría que aquel interruptor encendía una luz de techo y otra de pared por lo que, tanto el original como aquel por el que iba a ser cambiado, eran interruptores dobles. No obstante, debido a mi por entonces desconocimiento sobre la materia, compré el nuevo considerando exclusivamente que a simple vista dispusiera dos interruptores en una sola caja de luz, como así fue.

El día que me dispuse a cambiarlos estaba sola; para mi sorpresa, era en ese estado en el que yo me sentía más útil, puesto que no tenía que sentir vergüenza por ser más útil que nadie a mi alrededor. Saqué mi cajita de destornillador y cabezales intercambiables con imán -a esta sí que la echaré de menos, siendo como va a ser tan poco utilizada- y me dispuse a desatornillar y desmontar el interruptor viejo. No hubo ningún problema.

Y ahí estaba, al desnudo, tres cables blancos, indefinidos, pelados, absurdos. Lo primero que pensé al verlos fue: siendo cada uno tan insulso como los otros dos, cómo voy a saber dónde conecto cuál. Pero ese no era mi problema mayor y realmente el desconocimiento es tan valiente que no pensé, ni por asomo, marcar los cables de algún modo.


Conecté dos y un interruptor encendía una de las luces. Conecté el tercero y el interruptor encendía y apagaba las luces alternativamente. Algo fallaba, había conectado todo, tenía todo aparentemente controlado, colocado en su sitio, los cables parecían estar a gusto en sus correspondientes huecos... Pero algo fallaba. 

Algo estaba siempre encendido, pero también algo estaba siempre apagado. No había oscuridad pero tampoco una luz completa. Ahora la luz del techo sólo podía funcionar si la de la pared estaba apagada y viceversa. Eran luces claramente incompatibles. 

La solución vino en forma de llamada a un experto en esto de los cables, la luz, la electricidad y lo que falla; que siempre falla por algo. Mi labor era encontrar la naturaleza de cada cable, identificar su función, señalar su origen. Pero me faltaba algo. Me faltaba algo que uniera la fuente de energía con la que satisfacer las necesidades de cada interruptor, y que pudieran estar apagados o encendidos ya fuera a la vez o por separado. Armonía dentro de un interruptor doble que deje salir la vida por donde fuera necesario, sin que uno de ellos tuviera que vivir siempre sin el otro.

La solución fue un cable puente, de color gris. Un cable puente chiqutín que no ocupara mucho espacio dentro de la caja del interruptor, porque los cables que ya había allí lo llenaban todo, de manera caótica e insulsa. Ese cable puente lo puso todo en orden. Su origen era desconocido, pero seguro que no procedía del mismo sitio que los otros cables, blancos, acurrucados incómodamente como un bebé no nato de nueve meses.

Y he aquí el aprendizaje: cuando dos cables no pueden funcionar en la misma honda y uno debe apagar para que el otro encienda, no hablamos de un interruptor doble, hablamos de dos interruptores simples. Es necesario encontrar ese cable, de origen desconocido, que lo armonice todo. Y si no hay cable, no puedes volver a usar ese interruptor jamás. Como hice yo.

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