No habrá paz...

No en las calles o las plazas de esta ciudad, donde los pasos recuerdan también otros viajes, ciudades con nombre, tu nombre. Ni en cada rostro, cada palabra en el aire de la gente que pasa, cada paraguas roto en una papelera triste. Tampoco en este sol que sostiene el otoño entre sus rayos, que va dejándonos sin la libertad del viento que nos empujó a alejarnos.

No habrá paz en la costumbre que esté por venir, ni en mi paciencia joven, ni en tu vieja inquietud; en el intento absurdo de aplacar la ira dando los mismos pasos, por las mismas agendas, como si repetirlos borrara su sentido, su infinito sentido de amor triste, sincero y triste, y único.

No habrá paz aunque los días continúen su paso calmo y queda, su estrepitoso argumento a favor de lo que tuvo que ser. Aunque la vida entienda el gran favor que gana por la persona que pierde, y doy fe de que lo entiende. 

No habrá paz... Y sin embargo el cuerpo se prepara, se revuelve e insiste en combatir, se desgasta en comprensiones que le son ajenas, lucha, en busca del momento en que gritar sus razones, porque está seguro de que no lo entiendes, de que estás perdiendo, de que te has salvado. 

No habrá paz y el alma reserva un espacio, pequeño, casi imperceptible, para guardar esa guerra que quiere mantener contigo, porque habéis perdido ambos: ella su claridad y tú las alas. Y en ese espacio se recoge algunas noches, para arañar rincones y cerrar persianas. Y ese espacio, esa guerra, todo lo que no es paz, sabe a ti.



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