Delicias de carbón (III)



Había dejado la puerta ligeramente abierta, como de costumbre, aunque en otoño no acostumbraba a recibir a nadie y esa puerta, desde siempre, por ser ella, invitaba a entrar. Invitaba a entrar por la luz que desprendía el hilo que se abría ante los ojos de cualquiera que pasara por allí, luz rojiza, como de lluvia de barro. Invitaba a entrar su cabello rizado, muchas veces revuelto por la energía de las sábanas o del viento que entraba por la ventana. Invitaba a entrar el aroma de su piel, tan diferente al olerlo de lejos o de cerca. Invitaba a entrar su mirada, triste y atrevida al mismo tiempo, libre y apenada, vidrio multicolor que hacía temblar. Invitaban a entrar sus piernas, delicadas, finas y blanquecinas, en las que se podía intuir el recorrido de las venas. Sus pechos, pequeños, turgentes, estáticos. Su vientre, su ombligo, su espalda, su cuello, su boca...
Incluso aquel día, a pesar de la imagen que más tarde sería imposible querer recordar, su rastro invitaba a entrar. Habría lamido cada milímetro de su cuerpo de tener tiempo y valor para esperar. Porque era yo quien la esperaba tras la puerta tras su pequeña muerte de cada día.

Me echó de la habitación con una lágrima bailando en sus pestañas, me dijo: "Sal, cariño, un momentín que tengo que arreglarme un poco, hoy quiero que disfrutes como nunca, por todo, por este amor que nos ha consumido y nos consume". Y ya fuera continuaba hablándome: "Yo te he querido muchísimo, y eso que nunca te pedí que dejaras a tu novia. Alguna vez me sentí mal por dejarte que la engañaras, pero luego pensaba: soy una puta, en fin, que si es con alguien mejor conmigo que nunca hay de por medio más que sexo. Pero qué mentira ¿verdad? Tú y yo nos hemos querido como no quisimos a nadie... Tú vuelves a casa con olor a mí y te rodean las preguntas sobre una posible amante, yo me quedo aquí, pensando en lo que hacemos mientras otros me lo hacen. No sé, a veces me gustaría cambiar lo que me pasa, y pedirte que la dejes, casarnos, tener hijos, o no, los hijos me dan igual, me importas tú... Porque... ¿tú la dejarías? Si yo te lo pidiera, quiero decir... Bueno, da igual, eso no va a pasar nunca...".

Me pidió que contara hasta cien antes de entrar, yo pensé que era otro de esos juegos que alguna vez utilizaba conmigo, para hacerme sufrir, porque yo quería amarla sin juegos.

Nunca supe perdonarme haber esperado detrás de su puerta a dejarla morir, sola.

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